Se evitó el escándalo en la Arquidiócesis de Chicago
Pero es una vergüenza que la condecoración de un abortista haya sido impedida por el premiado y no por el premiador, el Cardenal Cupich
Durbin y Cupich
El Cardenal Blase Cupich, Arzobispo de Chicago, anunció ayer 30 de septiembre que el senador demócrata Dick Durbin acaba de declinar recibir el “premio a la trayectoria” que la Arquidiócesis le iba a dar en noviembre.
La noticia pone fin al creciente escándalo por la controvertida decisión del Cardenal Cupich de honrar a Durbin, un acérrimo defensor del aborto. Pero deja aún en cuestión por qué la decisión de evitar el escándalo de un cardenal premiando a uno de los más acérrimos promotores del aborto sin límites haya sido tomada por el senador en cuestión y no por el Arzobispo Cupich, que es un campión de la sinodalidad… pero en ningun momento respondió a la casi decena de hermanos obispos que le pidieron que cambiara de curso.
Según fuentes bien informadas, como el portal The Pillar, Durbin habría tomado la decisión de declinar porque la conferencia episcopal de los obispos norteamericanos -la USCCB por sus siglas en inglés- se disponía a publicar un comunicado reafirmando la prohibición de premiar a personalidades abortistas acordada por todos los obispos del país hace más de una década.
Por eso es que fue el Cardenal Cupich, y no la oficina de Durbin, quien hizo el anuncio oficial. Y en el larguísimo anuncio (traducido en su integridad abajo) Cupich aprovechó para hacer una extensa defensa de otorgar el Premio anual llamado “Mantengamos Viva la Esperanza“ al senador proabortista, a pesar del pedido de sus hermanos obispos y el anuncio de organizaciones pro-vida de protestar frente al evento.
Sobre este punto, el primer obispo en denunciar el premio, Monseñor John Paprocki, de la diócesis de Springfield -donde Durbin reside y donde está prohibido de recibir la Comunión-, reveló ayer que cuando se enteró del premio, escribió un correo electrónico a su hermano en el episcopado preguntándole por qué no había consultado con él -como obispo del homenajeado- y pidiéndole que cambiara de opinión para evitar un escándalo y para evitar que él mismo, y posiblemente otros obispos, tuvieran que salir a oponerse públicamente.
La respuesta de Cupich aparentemente fue tan breve como prepotente: voy a seguir con la decisión tomada. Punto. No más explicaciones. Y pasó lo que pasó. Paproki salió a denunciar el premio, lo apoyó inmediatamente el Arzobispo de San Francisco Salvatore Cordileone… y comenzó la cascada de obispos y organizaciones laicales que suplicaron públicamente a Cupich cambiar de opinión.
Como he informado antes, Cupich nunca respondió directamente a Paprocki, quien como pide el Evangelio, se aproximó a él primero en privado y solo dio una magra, breve “justificación” para el premio afirmando que por más importante que sea el tema del aborto, no es el único, y que el premio es una manera de “entrar en diálogo” con el senador.
Solo cuando se vio derrotado por la decisión de Durbin, y después de haber tercamente desoído a obispos y laicos, y ante el riesgo de convertirse en el primer cardenal corregido por el pleno de los obispos, es que Cupich publicó el largo intento de justificación de sus acciones.
En su comunicado, el Arzobispo de Chicago afirma que “la trágica realidad en nuestra nación hoy en día es que prácticamente no hay funcionarios públicos católicos que sigan consistentemente los elementos esenciales de la doctrina social católica porque nuestro sistema de (dos) partidos no se lo permite”.
Y por eso argumenta que “los elogios y el aliento” pueden impulsar a los políticos a considerar cómo extender su buen trabajo a otras áreas y temas, porque “nadie quiere relacionarse con alguien que lo trata como una amenaza moral absoluta para la comunidad”.
En otras palabras, no bastaba invitar con Durbin a una conversación respetuosa y amigable, como hacen muchos de los obispos norteamericanos con políticos antagónicos constantemente, sino que era necesario ofrecerle el máximo premio arquidiocesano a Durbin para hacerle “repensar” su posición.
El cardenal Cupich dice que su esperanza con el controvertido premio era convertirlo en una invitación “a los católicos que defienden ardientemente a las personas vulnerables en la frontera entre Estados Unidos y México a reflexionar sobre por qué la Iglesia defiende a las personas vulnerables en la frontera entre la vida y la muerte, como en los casos de aborto y eutanasia”.
Claro, parece que para Cupich es irrelevante el hecho de que Durbin, de ochenta años, haya anunciado que se retirará de la vida pública el próximo año y que por tanto cualquier improbable “cambio” en su postura frente al aborto no tendría ninguna relevancia política. ¿Por qué no se aproximó a él previamente, cuando Durbin todavía podía ser relevante? Y más grave todavía ¿Era necesario suscitar un escándalo para esa tardía “aproximación”?
Cupich sigue justificando su decisión diciendo que el premio “podría ser una invitación a los católicos que promueven incansablemente la dignidad de los no nacidos, los ancianos y los enfermos a extender el círculo de protección a los inmigrantes que enfrentan en este momento una amenaza existencial”.
“Es importante dejar claro que sería un error interpretar las decisiones sobre el evento Keep Hope Alive como una flexibilización de nuestra postura sobre el aborto”, escribe el cardenal, en una aclaración que llega demasiado tarde. Luego, ofrece una propuesta “para avanzar”.
“Creo que valdría la pena programar algunas reuniones sinodales para que los fieles experimenten la escucha mutua con respeto sobre estos temas, sin dejar de estar abiertos a una mayor maduración en su identidad común como católicos”. ¿No llega la sinodalidad un poco tarde?
A continuación la declaración completa del Cardenal Cupich:
El Senador Durbin me informó hoy que ha decidido no recibir un premio en nuestra celebración de Keep Hope Alive. Si bien me entristece esta noticia, respeto su decisión. Sin embargo, quiero dejar claro que la decisión de otorgarle un premio fue específicamente en reconocimiento a su singular contribución a la reforma migratoria y su inquebrantable apoyo a los inmigrantes, tan necesario en nuestros días.
Sin embargo, sería negligente si no aprovechara esta oportunidad para compartir algunas reflexiones adicionales, que les ofrezco como su pastor.
Al recordar mis 50 años como sacerdote y 27 como obispo, he visto cómo las divisiones dentro de la comunidad católica se han profundizado peligrosamente. Estas divisiones dañan la unidad de la Iglesia y socavan nuestro testimonio del Evangelio. Los obispos no pueden simplemente ignorar esta situación, ya que tenemos el deber de promover la unidad y ayudar a todos los católicos a abrazar las enseñanzas de la Iglesia como un todo coherente.
La tragedia de nuestra situación actual en Estados Unidos es que los católicos se encuentran políticamente desamparados. Ninguna de las políticas de los dos partidos políticos encapsulan a la perfección la amplitud de la doctrina católica. Además, las encuestas tienden a mostrar que, en lo que respecta a las políticas públicas, los propios católicos siguen divididos según líneas partidistas, al igual que todos los estadounidenses. Este impasse se ha reforzado con los años y nuestras divisiones socavan nuestra vocación de dar testimonio del Evangelio.
La controversia de estos últimos días señala la profundidad y el peligro de tal impasse. Algunos dirían que la Iglesia nunca debería honrar a un líder político si aplica políticas diametralmente opuestas a elementos críticos de la doctrina social católica. Pero la trágica realidad en nuestra nación hoy es que prácticamente no hay funcionarios públicos católicos que apliquen consistentemente los elementos esenciales de la doctrina social católica porque nuestro sistema de partidos no se lo permite.
La condena total no es el camino a seguir, ya que cierra el debate. Pero el elogio y el aliento pueden abrirlo, al invitar a quienes los reciben a considerar cómo extender su buen trabajo a otras áreas y temas. En términos más generales, un enfoque positivo puede mantener viva la esperanza de que vale la pena hablar y colaborar entre sí para promover el bien común. Nadie quiere relacionarse con alguien que lo trata como una amenaza moral absoluta para la comunidad. Pero las personas se relacionarán, e incluso podrían aprender de, quienes reconocen su contribución a un esfuerzo común.
Deberíamos estar preocupados por el estancamiento actual que sigue obstaculizando significativamente los esfuerzos de la iglesia por promover la dignidad humana en todo el espectro de temas. De hecho, el niño en el vientre materno, los enfermos y ancianos, los migrantes y refugiados, los condenados a muerte, quienes ya sufren el cambio climático y la pobreza generacional seguirán en riesgo si nosotros, como católicos, no empezamos a hablarnos con respeto y a trabajar juntos. Eso incluye escuchar. Esta forma de ser Iglesia, de ser humanos, podría incluso llamarse sinodal. Y es este camino, bellamente trazado para nosotros por nuestro difunto y amado Santo Padre, el Papa Francisco, el que puede llevar a todos los católicos a abrazar la plenitud de nuestras enseñanzas. Tal testimonio sin duda serviría a la sociedad al construir el bien común.
Mi esperanza era que nuestra celebración de Keep Hope Alive sirviera como una invitación a los católicos que defienden enérgicamente a los vulnerables en la frontera entre Estados Unidos y México a reflexionar sobre por qué la Iglesia defiende a los vulnerables en la frontera entre la vida y la muerte, como en los casos de aborto y eutanasia. Asimismo, podría ser una invitación a los católicos que promueven incansablemente la dignidad de los no nacidos, los ancianos y los enfermos a ampliar el círculo de protección a los inmigrantes que enfrentan actualmente una amenaza existencial para sus vidas y las de sus familias.
Ambos grupos son católicos, independientemente de su posición en este espectro, y todos deben recordar que no somos una iglesia monotemática. El aislamiento ideológico conduce con demasiada facilidad al aislamiento interpersonal, lo que solo socava el deseo de Cristo de nuestra unidad.
También es importante dejar claro que sería un error interpretar las decisiones sobre el evento Keep Hope Alive como una flexibilización de nuestra postura sobre el aborto. Afirmamos firmemente lo que el Catecismo de la Iglesia Católica establece claramente: «Desde el siglo I, la Iglesia ha afirmado la maldad moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado y permanece inmutable». Asimismo, no debe haber duda sobre nuestro deber de defender leyes que protejan la vida humana, así como el derecho de la Iglesia al libre ejercicio de la religión.
Los obispos católicos respondieron heroicamente cuando el derecho a la vida de los no nacidos fue negado por las decisiones de 1973 de la Corte Suprema. Ese derecho a la vida aún debe defenderse sin concesiones. Otro tema, el de la inmigración, ha sido durante mucho tiempo un problema abordado inadecuadamente por nuestra nación, pero también uno en el que los obispos estadounidenses hemos invertido nuestra energía y recursos durante mucho tiempo.
Hace treinta años, San Juan Pablo II predicó una homilía en nuestra nación en la que defendió vigorosamente los derechos de los no nacidos, los ancianos y las personas con discapacidad, y citó el poema inscrito en la base de la Estatua de la Libertad. Preguntó: “¿Se está volviendo la América actual menos sensible, menos compasiva con los pobres, los débiles, los extranjeros, los necesitados? ¡No debe ser así! Hoy, como antes, Estados Unidos está llamado a ser una sociedad hospitalaria, una cultura acogedora. Si Estados Unidos se replegara sobre sí mismo, ¿no sería este el principio del fin de lo que constituye la esencia misma de la ‘experiencia estadounidense’?” Necesitamos escuchar estas palabras proféticas en este momento de la vida de nuestra nación.
Esto me lleva a hacer una propuesta para seguir adelante. Creo que valdría la pena programar algunas reuniones sinodales para que los fieles experimenten la escucha mutua con respeto sobre estos temas, sin dejar de estar abiertos a madurar más plenamente en su identidad común como católicos. Quizás nuestras universidades católicas puedan ser de ayuda. Al reflexionar sobre cómo podrían llevarse a cabo estas reuniones, agradezco cualquier sugerencia.
Podremos avanzar si mantenemos viva la esperanza.
Ese obispo es un impío, a esta peste la deberían excomulgar, o mínimo destiruir de su cargo, y no a los buenos obispos y sacerdotes como lo están haciendo.